sábado, 9 de junio de 2007

Por los rincones

          Era una mujer de piel tersa y mirada dura que sólo sentía saciada su ansia con el negro. Era algo visceral, un deseo que nacía en lo más profundo de su ser, puro vicio, pura dependencia. Cada vez que lo saboreaba sentía un temblor en su compostura, cada vez que la penetraba se sumía en la gloria que le recorría las venas. El primer impacto era una sensación descontrolada y contradictoria, renacer y morir al mismo tiempo, mientras que los sucesivos la iban meciendo paulatinamente en un mareo de sonrisa y jadeos. Sabía que toda la sociedad carece de empatía incondicional, y los prejuicios y las malas miradas estaban al orden del día, pero ella ni quería ni le apetecía convencer a nadie de sus preferencias personales –¡para gustos, colores!– y le fue más fácil tirarse al escapismo con una dosis de empatía, vincular el negro con un misterioso acto de individualidad, de intromisión lasciva que la llevaba a escabullirse de reuniones, ausentarse en cenas, pausar fiestas y cualquier otro acto social en el que su satisfactor no fuera aceptado.
          Éste se había presentado en su vida como cualquier otro, se le había plantado delante y ella, decidida, segura y tajante como era, lo había tomado sin tan siquiera pedir permiso. Si el primer contacto no hubiese sido sabroso al paladar de aquella mujer, la rudeza que la caracterizaba le habría parado los pies a una relación que resultó ser de lo más enérgica. Algunos entendidos o cercanos pretendieron incluso convencerla de que lo dejara antes de acabar consumida, pues tanta atracción no auguraba otra cosa que desgracia. Sin embargo, aquella fémina se dejaba llevar y enloquecer por toda esa fuerza, quizá algo agresiva, por las convulsiones que provocaba en su cuerpo, por su olor desesperante que tanto la absorbía en su propia burbuja de experiencia.
          Pero con los años se confirmaron los malos presagios y la vida acabó abandonando a la mujer por otro cuerpo. La apasionada dama de los rincones se esfumó y para siempre dejó de disfrutar de la relación de su vida; con la muerte puso fin a su desdicha.
          En cambio, el negro no. El negro no se agota, no entiende de amor ni de conciencia. Es un paquete que sin más demora cambia de mano, que lame otros labios, que llena otra boca y que arde con cualquier llama que lo encienda.